lunes, 31 de julio de 2017

183. LAS MANOS DEL DOCTOR ORTIZ. De Augusto Castell


La forma del pequeño bulto parecía más cercana a una bolsa llena con lentejas que a un quiste sebáceo, por lo que supuse que, si apretaba un poco más, no podría saber lo que saldría de mi abdomen. Aun así, mi naturaleza precavida no me permitió averiguarlo. Preferí salir directamente de mi casa a la avenida Orquídeas donde hasta altas horas de la noche atiende el doctor Ortiz, experto en cada uno de los quebrantos de salud que he sufrido a lo largo de mis treinta y dos años de vida.
Las manos del doctor Ortiz parecen guardarse en un refrigerador industrial. Lo noté por última vez hace dos semanas, cuando me aplicó su terapia de inyecciones y lavativas. Frías manos de muerto. El tipo de galeno adecuado para mí. Un hombre carente de toda capacidad de sorpresa, casi de toda emoción. Como si ya supiera la razón de mi dolencia. Ni siquiera al ver mi abdomen deformado por esta masa creciente cambió la conformación básica de su rostro: un tipo que podría pasar por antipático.
Esta vez, de manera irregular, empezó por registrar mi dolencia. Ni siquiera pude explicar que todo empezó anoche con un pequeño lunar y que, a esa hora, ya medía más de veinte centímetros. Parecía entenderlo todo a través de sus dedos árticos. En sus movimientos podía notar prisa y aumentaba mi ansiedad.
Fórceps, pinzas y tijeras esperaban en la mesa adecuadamente organizada. Se decantó por la última opción, posiblemente la más dolorosa. No usó anestesia. No tuve tiempo de gritar cuando, entre mi piel, surgía una abertura que, más que dolorosa, parecía curar la presión continua que había empezado a sentir. Por fin mi vientre estaba libre para dejar surgir el pus. El doctor Ortiz abrió con fórceps el bulto y de ahí empezaron a salir, entre cosquilleos y sangre, pequeñas piedrecillas con patas, arácnidos desesperados por moverse fuera de mi cuerpo y que eran agarrados y devorados en grandes bocados por el doctor. Dentro de mí ya no quedaban órganos libres de la plaga. Sus ojos, trastornados, miraban dentro de mí, su incubadora. 

Seudónimo: Augusto Castell

182. EL CAZADOR DE DRAGONES. De Huma


El cazador de dragones no avisa; actúa. El cazador de dragones no hace ruido; está. El cazador de dragones es alto y fuerte, y lleva consigo una armadura del color del sol de la tarde y tan brillante como la espuma de la mar. El cazador de dragones oyó en el reino de Lorenath que había dos dragones gemelos en el Valle Verde y no dudó en ir en su busca. El primero fue fácil: dormido sobre las rocas grises al borde del río, con la cabeza entre sus patas como amante soñador, no fue problema apuñalar su cabeza y manchar el otrora dulce río con la sangre de la colosal bestia indefensa. El cazador de dragones es salvaje y no tiene piedad. El segundo fue complejo: en lo alto del monte, como estatua sobre poderoso pedestal, desplegaba sus alas el monstruoso ser del abismo. Escupía fuego recordando a su hermano y al inhumano caballero que atacó a su otro ser. El cazador de dragones no duda; enfrenta. Porque una bestia huele a otra bestia supo girar su enorme pescuezo a tiempo y comprobar que el guerrero aparecía con descomunal lanza en su diestra. Burlado, el cazador maldijo al dragón, que volaba huyendo de aquél a quien no había provocado y de aquél a quien no había atacado. "Dime, ¡oh, humano!", pronunció mentalmente el alado reptil con su voz infernal, "¿Acaso por ser así debemos ser castigados? ¿Eres acaso tú el Juez Supremo, creador del Universo, que puede y debe hacerlo? Humíllate por tu falta de humildad". "Sólo diré esto: bestia eres y buen botín sacaré por tu pellejo duro y frío", contestó su rival. "Sea". Y el dragón gritó con alarido espantoso e hizo arder la armadura del cazador con el mayor de sus hechizos, derritiéndola poco a poco como un soberbio reinado o como nieve en primavera. El cazador de dragones es humano; puede fallar y perecer.

Seudónimo: Huma

domingo, 30 de julio de 2017

159. LLANTO DE SIRENAS EN EL ESPACIO. De Vincent Midgar


-Pequeña… hoy vas a matarme, y no pasa nada. No es nada malo.
La niña lo escuchaba, aunque no quisiera, pues el silencio gritaba por encima de las palabras y la asustaba. Las paredes de piedra rezumaban humedad y tristeza.
-Pero… yo… no… no quiero, Servant…
Servant parecía un anciano: las minas de asteroides habían hecho que sus huesos sufrieran la artrosis típica de la falta de gravedad. Su pelo, blanco por las duchas estériles, y su piel, curtida por los rayos uva sin filtrar, le daban un aspecto de 80 años cuando apenas tenía 50. Joven para morir, demasiado joven quizás…
La niña se apretó contra su pecho, aterrada, y aquello ayudó de alguna extraña forma.
-No podemos seguir esperando, pequeña -susurró Servant, con fría determinación- son cinco ciclos ya: no tardará mucho en tragarse al sistema solar.
El agujero de dolor flotaba en el centro de la habitación, junto al cadáver momificado de una niña. Un remolino negro rezumando luminiscencia morada. Sucio y extraño. Su resplandor fluctuaba y las sombras mostraran tentáculos, ojos… y cosas aún peores.
La niña lloraba ya en silencio. El cuchillo temblaba entre sus diminutos dedos. No tenía nombre, había nacido de una probeta: un homúnculo capaz de sentir la tristeza infinita que podía cerrar el agujero, capaz de vivir milenios.
-Por favor… no… no me hagas hacerlo… -Dudó un segundo. Nunca lo había dicho, pero en aquel momento lo necesitaba- no me hagas hacerlo… padre.
El hombre sonrió y agarró con ternura las manitas de la niña. Luego empujó lentamente el cuchillo a través de una de sus cuencas oculares.
El grito desgarrador de aquella niña, preñado de una desesperación inconcebible, anunció dos mil años más de tregua con aquellos horrores antediluvianos. Nadie lo escuchó, sin embargo: las naves espaciales tenían mucho cuidado de huir lejos de aquel asteroide, todos sabían que allí lloraban sirenas capaces de volver locos a los hombres.

Seudónimo: Vincent Midgar

martes, 25 de julio de 2017

127. PETER PAN. De Bellatrix


Los sueños comenzaron de repente. En la noche le instruían.
Al principio no entendía. Después se acostumbró a su presencia, tanto, que de día echaba de menos sus voces en la noche. Aquellos maestros y amigos invisibles eran mejores que los de la guardería. No le regañaban, no le dejaban de lado...
Les preguntó por qué no se presentaban.
Le susurraron que mamá y papá eran un obstáculo. Debía ahuyentarlos. Le felicitaron por su audacia cuando les mostró el mechero que había hurtado.
El incendio empezó en la noche.

Seudónimo: Bellatrix

martes, 18 de julio de 2017

103. VISITA. De Dew 21


Ya no dejan poner floreros con agua. Es por el dengue, dicen.
De pequeña, solíamos venir con mis hermanas a jugar entre las tumbas.
El olor a flores mustias al entrar al cementerio era parte de un ritual que empezaba con el orgulloso mármol de las capillas de las familias fundadoras del pueblo y terminaba a ras del suelo con blancas cruces.
Buscábamos el muerto más joven, el más viejo, el más feo. Pasando la capilla central nos reconocíamos en las fotos familiares: las mismas cejas pobladas, los ojos penetrantes pero sonrientes.
La muerte entonces era visita de domingo y aroma dulzón.
Deslizo distraídamente los dedos por las lápidas y un ruido extraño me sobresalta. Al darme vuelta veo a una anciana encorvarse sobre la tumba de su esposo.
Pero que tonta soy. No debo inquietarme. Siempre sé cuando han llegado.
Me asomo de puntillas y por encima del muro los veo. Me aliso el pelo y aprieto  mis manos sobre los pliegues del vestidito blanco.
Estoy preparada. Aquí los espero.
Donde mi muerte es sol de invierno.
Seudónimo Dew 21