martes, 17 de junio de 2014

48. EL PRECIO DE LA PAZ. De Paul W. Naval


NYSEE
Por un lado está la Alianza Ciborg, que nos tritura para convertirnos en biodiesel. Por otro, tenemos al Imperio Alien, que nos recluye en dantescos zoológicos o nos martiriza en crueles experimentos. Mientras tanto, nuestro gobierno, demasiado débil (o cobarde) para iniciar una guerra, realiza cada mes unos infames sorteos, mediante los cuales, millones de seres humanos somos entregados a las máquinas o a los bichos. Éste es el precio que pagamos por mantener la "paz".
Mi marido y yo, tras años de sacrificio, hemos logrado reunir suficiente dinero para comprar un par de dosis de happiends. Estas joyas de la nanorobótica se inyectan en sangre y te permiten tener una muerte dulce y rápida en caso de necesitarla. Si algún día se nos condenase en un sorteo, tan solo tendríamos que pronunciar la clave y todo terminaría en un segundo. También voy a conseguir una pastilla esterilizante. De este modo tendré la seguridad de que, incluso si los happyends fallasen, el Imperio Alien nunca podrá utilizarme como una máquina de parir bebés con los que experimentar. 
Hoy va a ser un día inolvidable. Hoy plantaremos cara al sistema. Hoy vamos a tomar, al menos en parte, el control de nuestro destino. 
SVEK
Esta tarde mi mujer y yo iremos a encontrarnos con un tipo que nos ha conseguido un par de dosis de happiends y una pastilla esterilizante. Sin embargo, nunca llegaremos a efectuar la compra. He avisado a la policía. A cambio de traicionar a mi mujer y al tipo, me han concedido la exención vitalicia de los sorteos. 
No quiero morir. De ningún modo. Todo lo demás es secundario.  


Seudónimo: Paul W. Naval

viernes, 13 de junio de 2014

43. LA ESPONJA. De La Esponja


Era un planeta no muy denso pero gigantesco, y su campo gravitatorio lo atraía con una fuerza formidable. Su patética reserva de combustible no le permitía ni soñar con alejarse de él, o al menos frenar como indicaba la doctrina.
Dominó su ansiedad y esperó. Y sólo cuando la voz grabada le advirtió que a esa velocidad la colisión era inevitable, disparó los retrocohetes. A pleno, con desesperación. La nave se fue deteniendo gradualmente hasta quedar casi inmóvil… pero demasiado alto.
Impotente, con los tanques vacíos, asistió a la caída libre final. Había errado por un kilómetro. En distancias cósmicas, nada… y a la vez demasiado. Esa voz de plástico y metal le ordenó una y otra vez que aplicara impulso en reversa. Él no tenía con qué.
El paracaídas era inútil: casi no había atmósfera. Clavó la vista en los vidrios frontales, y contempló con horrorizada fascinación cómo el planeta se abalanzaba hacia él. Escuchó el siniestro aullido cíclico de la alarma general. Telemetría indicó cien metros; colisión inminente.
Desorbitó los ojos y contrajo los músculos, hechizado por el espanto, y de repente algo empujó su cuerpo hacia la consola. Sin violencia, sin estampidos.
Entonces comprendió. Lentamente, mientras lo invadía la euforia, compren­dió: era esponjosa… ¡La superficie del planeta era esponjosa!
Increíble… Le acababa de ser regalada una nueva vida.
Oxígeno tenía en abundancia; agua también. Suspiró feliz, encendió el radiofaro, y se dispuso a esperar la misión de rescate.
Dentro de esa especie de esponja, los químicos se fueron activando por contacto. Gota a gota, la criatura comenzó a secretar sus ácidos para digerir la nave y su contenido.


Seudónimo: La Esponja

42. TRAS EL RESQUICIO. De Gerard Walt


Al principio la criatura vivía preguntándose que era. ¿Por qué la tenían encerrada allí con una argolla a la cintura sujeta por cadenas? Ahora dedicaba el día placenteramente a ver la vida que le llegaba tras el resquicio en la pared que descubrió ocho años atrás. Especialmente en las mañanas cuando los niñitos entraban en tropel al patio de juegos del jardín de infantes. Volaba con la imaginación   incorporándose a sus inocentes juegos. Cantando, bailando, disfrutando a pleno en una comunión unidireccional. Su único oído, ubicado bajo el ojo, se había agudizado de tal forma que escuchaba con nitidez las voces de los infantes. Luego de décadas aprendió a hablar. Bueno… aprender a hablar es mucho pues de su garganta solo salía un sonido gutural, ronco e ininteligible.
Divisó en el centro del patio a un nutrido grupo que danzaban al ritmo de la ronda de la luna, su favorita. Se unió a ellos tarareándola mentalmente y hasta pudo sentir las suaves manitas agarrando sus aletas. Al rato comenzó el juego de la escondida. La criatura bajó el parpado un instante, entonces se vio escondida tras el tacho de la basura, junto a los columpios, conteniendo la risa y la respiración. Por momentos casi se sentía uno más de ellos. El ojo se le inundó de lágrimas. ¡Cuánto daría por poder estar allá abajo! Aunque fuese un segundo. Tan lindos, tan inquietos, tan llenos de vida.
Como sufría la noche, tiempo en que el sol se apagaba. Sufría también terriblemente las vacaciones, los feriados, los sábados y domingos cuando el silencio del jardín lo volvía a su espantosa soledad. Entonces trataba de entretenerse con los pájaros, con las ardillas. Contaba las flores y las nubes. Se soñaba volando, correteando sobre sus muñones por las ramas de los arboles embadurnado en fragancias. El resquicio le daba alas a su mente.
Aquella tarde primaveral el hombre emparchó los huecos de la pared y la pintó. En ese mismo instante la criatura se dejó morir.


Seudónimo: Gerard Walt

miércoles, 11 de junio de 2014

41. EL PÁJARO ROJO. De El hombre de hojalata


Una noche, hace muchos años, un pájaro golpeó a mi ventana. Era rojo como el fuego y con chispas azules en la cabeza. Al abrir la ventana, voló hasta mi escritorio y comenzó a dar saltitos sobre uno de aquellos tediosos trabajos prácticos de historia. Cerré la ventana y volví a sentarme al escritorio. El pájaro me miró, ladeó la cabeza para un lado y para el otro, y se quedó como de piedra. Iba a tocarlo cuando un rechinar de goznes acompañó la apertura de una escotilla en su pecho. Poco después, una mujer diminuta, escalerilla mediante, descendió del pájaro. Visiblemente exhausta, trataba de decirme algo, pero yo no podía oírla. Entonces le leí los labios… Corrí hasta la cocina ―previa escala en el costurero de mamá― y regresé con un dedal lleno de agua. La mujer diminuta bebió profusamente y luego se remojó la cabeza y los brazos. Como también debería de estar hambrienta, antes de que me lo pidiera, le procuré unas rodajitas de pan y unos trocitos de queso. Mientras ella comía, me preguntaba a mí mismo si habría más pájaros habitados secretamente por personas diminutas. ¡Ésa y otras tantas preguntas hubiera querido que me contestara! Pero, entre bocado y bocado, se quedó dormida. La arropé con un pañuelo y permanecí despierto toda la noche a su lado. Con las primeras luces del amanecer, la mujer diminuta me besó ambas mejillas y me dijo al oído que algún día volveríamos a vernos. Apenas tuve fuerzas para abrirle la ventana.
La preocupación de mis padres al conocer la historia, la subsiguiente ayuda de distinguidos psicólogos y el paso inexorable a la adultez terminaron por convencerme de que aquello no había sido más que una afiebrada fantasía preadolescente; al menos hasta esta noche, en la que una pareja de pájaros rojos golpea a mi ventana. De uno desciende, escalerilla mediante, la mujer diminuta; del otro no desciende nadie… sólo se queda quieto y aguarda deshabitado.


Seudónimo: El hombre de hojalata

domingo, 1 de junio de 2014

29. UNIVERSO PLANO. De Tmorán


El señor origami finaliza su meditación
Luego de verter agua caliente dentro de un tazón  con hojitas de té,  bate la infusión con una escobilla de mimbre. Antes de beberlo, sostiene el cuenco con las dos manos y lo eleva sobre su cabeza en ofrenda al Buda cósmico.
El señor Origami  saborea té como si fuera ésta  la primera vez.
Deja el cuenco junto a él y saluda en gassho. De entre los pliegues de sus kimono saca una maqueta del universo con la forma de embudo helicoidal.  La despliega hasta su esencia: una hoja  de papel de arroz marcada por líneas que se entrecruzan hasta el infinito. Desliza con suavidad  el dedo índice por una de las diagonales
El señor Origami  desaparece. 


Seudónimo: Tmorán